De las almas gemelas y otras mierdas cursis.

     Cuando uno se da el tiempo de recorrer las arboladas alamedas de nuestra apurada ciudad, podemos siempre ver parejas entrelazadas: enredaderas con una misma raíz de manos y dedos que se besan.
     Hay motivos, detalles que hacen que busquemos el consuelo de compartir un corazón con otra persona; ciertos gestos, ciertas sonrisas discretas y encantadoras que nos hacen ansiar la compañía de ese ser que nos cautiva con el solo latir de su mirada.
     Cuando esto ocurre, cuando descubrimos ese pequeño remanso de paz y dolor contenido en un par de labios, sentimos el impulso de juntar las bocas en fugaz aleteo de mariposas. Entonces, con ese fin, cuidamos que cada palabra que se eleva desde nuestra lengua sea pulida y de dulce sonido, que cada mirada se convierta en pequeño milagro que escapa de nuestros ojos, nos habituamos a asfixiarnos con los pensamientos (y hasta encontramos cierto placer en ello), susurramos canciones y tristes versos de amor.
     Esto aterriza en la persona amada como una semilla de amor que cae en terrenos inciertos: a veces crece y prospera, florece hasta morir en una exhalación. A veces, por el contrario, la semilla ni siquiera llega a sentir la dulce agonía de nacer.
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