Azahares.

     Cuando decidí hacer como que no existías, fue porque te amaba demasiado. Más que a mí misma, y eso era obviamente un problema, una vulnerabilidad, un punto débil: mi talón de Aquiles. Por eso te cercené, te maté y tus restos los puse en una cripta lúgubre en un rincón de mi mente, rincón en el que, a pesar de las arañas y la humedad, siempre dejaba un pequeño azahar (una flor casi imperceptible, un pedacito de lo que solía sentir, que perfumaba el lugar con su aliento de limón) y un atadito con las palabras dichas, para que cuando la nostalgia me acosara, yo pudiese darle de comer letras hermosas y trozos de sentimientos que ya no recuerdo, y así mantenerla lejos de mi alma. Y la melancolía era feliz con ello, no parecía necesitar más, se regodeaba sabiendo que lo que devoraba ávidamente eran trocitos de mi alma, no deseados, pero no por ello menos queridos. Cuando acabó con todo lo que yo puse a su disposición, se quejó y rugió desde lo profundo. Me di cuenta demasiado tarde (aunque no fue del todo malo) de que la cruel pesadumbre estaba ansiosa de recuerdos que fagocitar, y comenzó por lo más cercano a tu mausoleo: mis entrañas. El azahar se pudrió.
     Cuando te reviví de mi tumba de papeles rotos, lo hice porque de verdad ya no tenía sentido, porque cuando la añoranza consumió todo, sólo quedó tu sepulcro y encima el azahar prohibido, todo lo demás fue arrasado y ya no lo recuerdo. Muy a deshora descubrí que inevitablemente existías tú, tu puta mirada y tus rulitos, y decidí aceptarlo, refugiarme en ello, eras lo único que sobrevivió al huracán. Al fin y al cabo te quiero, y te quise mucho más que ahora, creo que por eso siento escalofríos al recordar tu risa. En fin, decidí aceptar, aparentemente con pesar, pero sinceramente con sana alegría, la parte de mí que eras tú. Que eres tú. Luego te maté de nuevo, pero eso no viene a cuento.
     Ahora es diferente. Yo te asesiné, pero guardé tu sonrisa y el azahar podrido en una jarra de cristal. Allí los veo, sobre el piano gastado y muerto, junto a un par de rosas secas, y los ecos resuenan como dagas en la habitación oscura y polvorienta. Es sumamente triste, porque no puedo salir de aquí: es mi propio ataúd. Yo te asesiné primero, pero tu mano apretaba una navaja brillante en ese momento, y no supe verlo. Cuando te hice resurgir de entre mis pensamientos, tú me inmolaste en el mismo instante, y no te culpo, fue sorpresivo. Pero tú no guardaste nada, ni siquiera una puta flor olvidada en algún lugar, lo sé. Siempre fuiste más fuerte que yo en ese sentido, tú fuiste capaz de incinerarlo todo, a pesar de amarme, y eso está bien, yo ya me recompondré y no quedarán ni cenizas de mí en tu aire. Pero yo, siempre un poco más tonta, conservo el azahar. Creo que sabías que lo haría, era bastante obvio.
     Adiós, ahora en serio, ahora para siempre.
     (Soy un muerto sin nombre, sin lápida, sin corazón.)
   

Zapato de tacón.

Mi mamá y sus zapatos de tacón.
Es como si la viese venir, otra vez,
con una falda negra, la chaqueta de hombros anchos,
la blusa roja, los zapatos taco aguja
tan inciertos, tan endebles.
Como si caminase sonriendo hacia mí,
con los labios pintados de rojo
y los ojos brillantes.
Y ya ni siquiera recuerdo su voz, 
pero el taconeo de sus zapatos lo conservo
y me da una sensación de nostalgia
de vacío
de alegrías pasadas. 
Porque se fue sin avisar,
sin decir adiós,
sin siquiera una lágrima,
y lo único que me quedó
fueron los zapatos de tacón alejándose...
(toc, toc, toc, toc)
contador de visitas
relojes websrelojes gratis para blog