Tenía (entre otras muchas) esa malsana obsesión de la fortuna, por ejemplo, creía que si perdía el solitario y dejaba de jugar le daba permiso a la mala suerte para quedarse, así que jugaba noches enteras, sin ganar una sola vez, hasta que llamaba la vida, la obligación de guardar la baraja con un sentimiento de desamparo, la ansiedad que la ahorcaba hasta que podía de nuevo jugar y comprobar si la suerte había vuelto. Nunca volvía; quizá por eso.
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