Olía a vos, y estaba enojada.
Odio tener una esencia ajena en mi cuerpo, mis manos llenas de ti, sobre todo de ti, que te desprecio tanto como alguna vez te quise. Me acuerdo, porque iba sentada y no podía ignorar tu sabor diluido en mi boca, la saliva secándose en mi cuello, el tacto de tus dedos finos en mi pecho, todo el tú que se había quedado prendido de mí. Como siempre te quedas ilusamente prendido de mí, aunque no quieras.
Ese día (un día que por lo demás no recuerdo cuál fue, ni me interesa) me acariciaste tiernamente, la mirada abstraída en mí, incluso te diste la crápula libertad de tocarme y yo simplemente te miré. Te miré con algo que seguro interpretaste como tristeza porque no sos mío y amor hacia tu persona (aunque eso no tendría sentido, porque sos mío, enteramente mío, aunque no lo sepas y yo no te lo haga saber). Pero no era eso, te equivocaste completamente; era desesperanza y frustración, tristeza, pero no por ti, sino por mí (no sé si alguna vez lo has pensado, pero todo esto tiene mucho de egoísmo). La mejor manera que tengo de explicarlo es esta: estaba angustiada de que hicieras eso, y yo no sintiese nada por ti. Me sentí infinitamente sola, me vi patéticamente añorando lo que pudimos haber sido y no fuimos y tampoco seremos. Me vi imbécilmente extrañando ser como vos y no serlo, haber dejado de serlo, no poder serlo nunca más, no de verdad. Y vos allí, mirándome como idiota, prendido de mí, aunque no quieras.
Olía a vos, y tu olor me revolvía las entrañas.