Cuando la gente se va, suele dejar de importarme. He de admitir, sin embargo, que me atormenta la levedad del recuerdo. El olvidar es como una dosis de morfina: deja de doler, pero aun así estás muriendo. Es peor, de hecho, pues cuando pasa, en el lugar donde estaba el recuerdo, queda un corte, una angustia indefinible, una mezcolanza de emociones disonantes y absurdas que crecen sin ton ni son y trepan por los marcos de mi mente, albergando extraños pájaros de triste canto. No recuerdo qué había antes de las enredaderas.
Me abruma como lo vivido se me borra de las pupilas, como se desvanecen de mis labios las palabras, como se corroen las canciones y los versos. Tal vez lo único que tuve fueron ilusiones, que es lo mismo que tener nada, y la nada no puede recordarse (¿acaso puede alguien atesorar la nada realmente? Lo único que yo hago es cerrar con llave un baúl vacío, pero al fin y al cabo no tiene nada).
Lo que más me duele no es que la gente se vaya, es que no los recordaré, y ellos no me recordarán. Al final del viaje, no habrá nada salvo la muerte esperando a que baje del tren...
(Para siempre me resulta una graciosa expresión)
P.S.: Estoy aterrada.